viernes, 5 de octubre de 2012

Más allá del umbral

Publicado originalmente en www.fantasiaepica.com para el concurso "Relato detectivesco I"
Canción para el relato: Nox Arcana, Threshold of madness, del disco "Blackthorn Asylum"

Ellian apresuró el paso, no tanto por la molesta y fría llovizna que la noche le estaba obsequiando, sino por el desagrado de pensar que el suelo bajo sus pies estaba literalmente hecho de cuerpos humanos. La Isla de los Muertos, como se la conocía desde la Edad Media, había funcionado como depósito de cadáveres durante la peste negra. Todos los muertos iban a parar a las fosas excavadas en la isla para ser purificados por el fuego. Y también todos los aún vivos que presentaban algún signo de la enfermedad.
Pero más estremecedor que esta idea era el siniestro edificio que tenía frente a sí: el abandonado asilo para enfermos mentales, levantado varios siglos después de la peste negra como un intento darle nueva utilidad a la isla. Se erguía delante suyo, silencioso y decadente. Se detuvo en la entrada, frente a la boca abierta de la construcción, observando sus puertas derrumbadas y rotas, y la melancólica torre de campanario que lo remataba.
Encendió su linterna, iluminó el interior recubierto de escombros, y se dispuso a ingresar. A pesar del rechazo que le generaba el lugar, no había ido hasta allí para volverse atrás sólo por lo espeluznante que resultaba. No era la primera vez que se aventuraba sin compañía a un lugar cargado de un halo así de tétrico. Pero había algo allí que le inquietaba más que cualquier otro lugar visitado en sus largos años de investigaciones paranormales.
Los Santos Inocentes, tal era el nombre del asilo, estaba cargado de una historia que le quitaba el sueño a parapsicólogos y detectives de lo sobrenatural. Y Ellian no era la excepción. La historia le había atrapado desde que se anotició de ella: una noche, algunos años luego de que comenzara a funcionar la institución, todos sus habitantes habían desaparecido, no dejando más rastro que unas inexplicables manchas de sangre regadas por doquier. Las autoridades locales no habían logrado hallar una explicación ni rastro alguno de los desaparecidos. A lo largo de los años el caso pasó a juntar polvo en los archivos, dejando sólo la leyenda, alimentada por el hecho de que había sido imposible repoblar el asilo o darle utilidad nueva, debido a las macabras historias que empezaron a poblar el imaginario local y los testimonios de los pocos que habían intentado pasar una noche en la isla, y que habían huido espantados ante los constantes gemidos y gritos que aparecían con la oscuridad.
Recordando esta historia, Ellian recorrió el vestíbulo, comenzando su investigación para desentrañar el antiguo misterio de la desaparición del personal y los enfermos del asilo. Se acercó a una puerta de doble hoja, que se abrió con un sonido sordo, dándole paso a un amplio y oscuro pasillo, apenas iluminado por la gris luminiscencia que entraba por los ventanales a los lados del corredor. Inspeccionó cada rincón mientras avanzaba. Escombros y periódicos carcomidos llenaban el suelo, carteleras atestadas de papeles amarillentos cubrían los muros. Con todos sus sentidos atentos llegó al final del corredor, donde otra puerta de doble hoja le aguardaba. La empujó, abriéndose paso a otro pasillo. El mismo panorama desolado se le presentó, pero algo le puso en alerta. Se detuvo a mitad de camino, iluminó algunos escombros y carteles. Y el corazón le empezó a latir con fuerza, al percatarse que los mismos exactos objetos y letreros del pasillo anterior estaban allí. La linterna parpadeó varias veces hasta apagarse, y una campana repicó en la lejanía.
Ellian golpeó con nerviosismo la linterna, pero en seguida se detuvo. Algo, al otro lado del pasillo apareció. Un presencia invisible que parecía observarle y acercarse silenciosamente. Ellian retrocedió, tratando de escrutar la oscuridad, evitando mostrarle temor a esa entidad que parecía acecharle. Se volvió violentamente para escapar hacia el vestíbulo, pero no logró hacerlo. Antes que pudiera volverse, un grito desgarrador resonó en sus oídos, un clamor fantasmal tan violento que le hizo perder el conocimiento. Entonces, todo a su alrededor se volvió oscuridad.

Un sonido extraño, como el de un taladro eléctrico, le despertó. Ellian se encontraba en el suelo de una habitación apenas iluminada, pero no había allí taladros ni nada parecido. Sólo silencio. Se puso de pie y caminó con sigilo entre el mobiliario, consistente en algunas camas oxidadas y polvorientas. Se acercó a una de las ventanas, todas ellas fuertemente tapiadas, y observó por una pequeña rendija. El cielo en el exterior era una capa de nubes moviéndose a una velocidad vertiginosa y antinatural, lo que hizo que Ellian se apartara de inmediato.
Caminó por la habitación en penumbras, hasta que halló una salida que daba a un pasillo no menos desolado. A cada lado, varias puertas más comunicaban con habitaciones similares. Se trataba de un piso de dormitorios. A pesar del insidioso aroma rancio y la escasa luz, investigó cada una de ellos, sin encontrar algo de interés.
Salió de la última habitación y vio al final del pasillo una rendija de luz que señalaba una puerta. Se acercó, empujándola suavemente. Una luminiscencia ocre emergió desde la habitación, bañando el oscuro pasillo y la sigilosa figura de Ellian. Un mundo extraño apareció ante sus ojos, una sala de juegos iluminada por un tenue resplandor dorado que no parecía provenir de ningún lugar visible. Había juegos de mesa y otros juguetes dispersos sobre muebles desvencijados o desparramados sobre el suelo. Inspeccionó la habitación, recorriendo con la mirada a su alrededor. No había nada fuera de lo común, incluso todo parecía demasiado normal para ese extraño lugar.
Entonces un sonido le sobresaltó, y cuando miró en su dirección, vio algo en el suelo. Se acercó con cuidado y lo levantó. No parecía tener nada fuera de lo común, era sólo un muñeco de tela que parecía haberse caído de un mueble cercano. Pero un destello atravesó su mente súbitamente, llenándola de voces: «¡Devuélvelo, no te pertenece, debes dejarlo aquí! ¡Te sedaré si no lo dejas! ¡No hay nada en la oscuridad! ¡No hay nadie en el campanario!»
Volvió en si, oyendo otra vez el tañido de las campanas, ya no tan lejanas como antes. Un gorgoteo resonó a su lado, una mancha húmeda en la pared que comenzaba a crecer rápidamente. Una protuberancia emergió con rapidez desde la mancha, un brazo tembloroso que le arrebató el muñeco de la mano y lo arrojó a un lado. Dio un rápido paso hacia atrás, alejándose del trémulo miembro. Otra protuberancia emergió en ese instante, justo al lado del brazo, un rostro agonizante y con los ojos vendados, rematado por un tocado de enfermería.
Ellian se estremeció, nunca se le había aparecido una entidad de forma tan vívida, con tanta violencia y materialidad. La cabeza monstruosa comenzó a gemir, mientras más protuberancias le surgían alrededor: otro brazo y dos piernas femeninas, conformando una araña monstruosa prendida de la pared. Otras cabezas surgieron, otras piernas y brazos, otras arañas colgando de muros y techo. Agonizantes y cargadas de odio, todas tenían los ojos vendados, debajo de los cuales comenzaron a surgir hilos de sangre.
Con sus voces moribundas comenzaron a gritar: — ¡Están en la oscuridad, ellos tocan las campanas! ¡Ellos los podían ver! ¡Nosotros no quisimos ver, no pudimos ver! ¡Ahora somos como ellos! – gritaban las criaturas.
Un vendaje, que pareció surgir de la nada, se enroscó en el brazo de Ellian. Trató de zafarse, pero otro más apareció inmovilizándole el otro brazo. Se debatió una y otra vez, hasta que algo se enroscó sobre su cabeza, cubriéndole los ojos. Luchó hasta lograr romper las vendas que le aprisionaban, y tan pronto como pudo se quitó la que le cubría los ojos. Parecía estar en otro lugar, completamente a oscuras. Se sentó en el suelo, en medio de la negrura. Se abrazó las rodillas, como si fuera un niño asustado, tratando de calmarse y convencerse que nada de aquello era real, sólo ilusiones fantasmales como tantas que había presenciado antes. Y trató también de negar la horrible sensación de que algo le estaba observando desde algún lugar en ese mar de sombras que le rodeaba.

Ellian se puso de pie, con el corazón palpitándole fuertemente. Tanteó buscando algún punto de referencia en la oscuridad. Con pasos vacilantes, su mano chocó contra lo que parecía otra puerta. La atravesó, encontrando un sitio iluminado por lámparas eléctricas. Parecía una especie de sala quirúrgica. A los lados había mesas de operaciones, llenas de instrumental que parecían más instrumentos de tortura que de curación. Sobre un estante había trece frascos perfectamente alineados y numerados. Dentro de ellos, exceptuado el último, flotaban cabezas de muñecas. Cabezas de porcelana con el siniestro detalle de tener la frente perforada.
En la pared opuesta había un conjunto de cámaras mortuorias, y frente a ellas una camilla. Ellian se acercó a observarla. Sobre la sábana, unas manchas de sangre dibujaban vagamente una figura humana. Tocó apenas el borde, y otro destello surcó su mente: «Muerte cerebral, no ha resistido ¿¡Pero qué es eso?!»
Con un grito resonando un su cabeza, Ellian salió del violento trance. Una imagen se le grabó en la mente, un hombre vestido de médico, atrapado en una red de lazos rojos, y algunas personas horrorizadas huyendo de su lado. Un sonido llamó su atención en ese instante. Uno de los frascos comenzó a formar burbujas, sacudiendo la cabeza de muñeca que flotaba en su interior. Ellian se acercó a observar. Las luces de pronto se apagaron. La campana volvió a repicar, y la misma luminiscencia ocre llenó la habitación. Observó con horror como la cabeza de muñeca comenzaba a hincharse, tomando la textura de la piel humana, apretujando y desfigurando sus facciones contra el vidrio. Una de las puertillas de las cámaras mortuorias se abrió de golpe, expulsando un cuerpo decapitado, vestido con delantal médico. Entonces la camilla comenzó a inclinarse, levitando en posición vertical. La sábana se hinchó, resbalando y dejando a la vista un cuerpo tembloroso, vestido también con delantal. Tenía los párpados cocidos y estaba sujeto a la camilla con correas.
Ellian se apartó de inmediato. Unas descargas eléctricas hicieron saltar chispas desde las lámparas, un zumbido comenzó a elevarse. Como un relámpago, las descargas eléctricas comenzaron a convulsionar el cuerpo, la espuma surgió a borbotones desde la boca, y Ellian se tapó los oídos para no escuchar el grito del torturado. Toda la habitación colapsó, lanzando chispas y descargas, y Ellian se apresuró a escapar.
Atravesó la puerta, dejando atrás un grito agudo y estridente que fue seguido de una explosión. Del otro lado de la puerta, la oscuridad le volvió a recibir. Y el silencio. El corazón le palpitaba fuertemente. Se volvió, pero la sala de operaciones había desaparecido. Tan rápido como pudo, recuperó el aliento y volvió a caminar en la negrura.

Los pasos presurosos de Ellian resonaban estrepitosamente en los oscuros corredores. Podía sentir el nauseabundo olor a humedad, como si estuviera en un laberinto subterráneo de cavernas pútridas. Casi al borde del cansancio, divisó más adelante una débil luz. Avanzando hacia ella llegó a un amplio corredor. De alguna forma intuyó que se encontraba varios metros por debajo del suelo.
Había celdas a los lados, con los barrotes oxidados y carcomidos. En una de ellas algo pendía del techo, una bolsa que parecía contener un cuerpo humano. En la siguiente, otra bolsa con figura humana se hallaba tendida en el suelo, fuertemente ataba con correas, delineando mejor aún las formas corporales. Ellian avanzó, notando que sobre cada celda un letrero las numeraba, empezando desde el “1”. En varias de ellas encontraba cuerpos igualmente envueltos y en extrañas posiciones. En las dos últimas, sus ocupantes estaban sentados sobre sillas que parecían tener un curioso mecanismo giratorio. Pero la número “13”, que encabezaba el pasillo, se hallaba vacía.
Ellian tocó los barrotes, y en ese momento los cuerpos en las celdas a los lados comenzaron a girar en sus sillas. La luz volvió a tornarse ocre, y las campanas volvieron a repicar con fuerza. Para su horror, vio que los cuerpos comenzaban a contorsionarse, lanzando gemidos que emulaban a un quejido humano. La celda vacía frente a sí, la celda número “13”, resonó con un estrépito sordo. La pared del fondo comenzó girar sobre su eje, volteándose y mostrando del otro lado a un hombre corpulento vestido con ropas de enfermero, sujetado al muro con cadenas y con la cabeza cubierta con una bolsa de tela. Luchaba por soltarse, pero las cadenas se apretaban incrustándosele en el cuerpo, descuartizándolo lentamente. Apartó la vista, pero no pudo evitar oír los gritos apagados que emergían debajo de la bolsa. Cuando cesaron, la verja de la celda cayó estrepitosamente, permitiéndole el paso. Ellian levantó la vista. En la pared había aparecido una puerta. Entró en la celda, evitando los restos mutilados y el charco de sangre, y atravesó la puerta.

El lugar estaba iluminado con candelabros. Apenas puso un pie en la habitación, la puerta se cerró a sus espaldas. Trató de abrirla, pero estaba fuertemente cerrada. Parecía ser un despacho. Al otro lado, detrás del escritorio, había una mesa con algunas muñecas de porcelana finamente vestidas, y sobre ellas, el retrato de un hombre mayor de rostro delgado y pulcro. Los ojos, que parecían observarlo, eran taimados y penetrantes. No pudo evitar contar las muñecas: había exactamente trece. Sobre el escritorio, un pequeño letrero anunciaba a su poseedor: Dr. Philippe Salpêtrière. A su lado había una grabadora de cinta. Ellian trató de hacerla funcionar sin éxito, y luego se dispuso a revisar cada rincón del lugar.
En uno de los archivadores encontró unos historiales clínicos con los nombres de los pacientes acompañados de números. Leyó atentamente cada uno de ellos, sin encontrar nada más que un mar de síndromes, observaciones y prescripciones. Finalmente llegó al último, el número trece, Emil Martel. Algo llamó su atención. Entre las hojas del historial había un esquema del cerebro humano en corte sagital. En medio del encéfalo, una anotación señalaba la “glándula pineal”. El diagnóstico del paciente indicaba hebefrenia, y resaltaba un conjunto sintomático de delirios de culpa y persecución, alucinaciones visuales y auditivas. Pero lo que más llamó la atención de Ellian fueron las notas manuscritas en los márgenes: “telequinesis”, “percepción extrasensorial”, “telepatía”. Debajo había otra nota más extensa: “Conexión interdimensional mediante estimulación del centro perceptivo. El umbral de la locura. La PUERTA.”
Ellian notó que había algo debajo de los papeles: una magnum perfectamente plateada. Comprobó que había tres balas en el cargador y en ese momento la grabadora sobre el escritorio se puso en funcionamiento: «Demencia, paranoia psicótica, comportamiento sociopático… la ciencia… aún hay casos extremos de difícil cura y explicación... el camino a esta revelación yace más allá del umbral de la locura…»
Ellian se acercó para oír mejor la entrecortada grabación: «Un camino para atravesar... debe estar despierto, pero con los ojos cerrados… electrodos en la membrana de la glándula… algunos de los sujetos no han sobrevivido… trece. Los resultados podrían conmocionar todas las concepciones acerca del tiempo y el espacio.»
La cinta se detuvo, y las campanas volvieron a sonar. La pared opuesta al retrato del director comenzó a abrirse, mostrando una oscura grieta. Aferrando el arma, Ellian tomó un candelabro e iluminó la grieta recién abierta. Una escalera descendía a unas profundidades difíciles de precisar. Se aclaró la garganta juntando valor, y comenzó a bajar los escalones.

El descenso le pareció interminable. El último de los escalones desembocaba en una especie de capilla subterránea, con un amplio techo abovedado. A los lados, en nichos ojivales, varias figuras se erguían, seis a cada lado, como santos de nombres olvidados. Se acercó el final de la improvisada nave, donde un enorme crucifijo pendía de la pared, un Cristo hecho en piedra negra a cuyos pies había un altar. Sobre el mismo, una hiedra había crecido, brotando de un cáliz, colmándolo de unas extrañas flores rojas. La inusual planta se expandía por sobre todo el altar, trepando por el muro, entrelazándose con el Cristo de piedra.
Ellian miró por encima de sí. El techo abovedado estaba hendido, un túnel vertical subía desde el mismo, perdiéndose de vista. Dejó el candelabro en el suelo, y en ese momento las campanas comenzaron a repicar fuertemente. El sonido descendió desde el túnel en el techo, estremeciendo toda la habitación.
Todo se trastornó al instante. Las figuras a los lados se contorsionaron, tornándose en cuerpos desollados y sin rostro, temblorosos en sus nichos. Ellian vio que la hiedra del altar comenzó a enrojecerse. El altar se transformó en una camilla, la planta en una masa antropomórfica, viscosa y sanguinolenta, y sus flores en un corazón que desprendía un aroma infecto. Entonces el Cristo de la cruz se movió. Ellian contempló con horror cómo las facciones adquirían vida, cómo la hiedra que lo envolvía se tornaba en tentáculos rojizos que se incrustaban en aquel cuerpo agonizante clavado a la cruz, en sus ojos y oídos.
El hombre emitió un gemido lastimoso: — Mátame, por piedad…
Ellian respiró profundo, sintiendo asco por la dantesca imagen frente a sí. Tomó con fuerza el arma. Incluso ante ese horror, pudo mantener la mente fría para unir las piezas de aquél rompecabezas en el que se hallaba. Había llegado el momento decisivo.

Se sentó sobre una roca luego de dejar el bote en la orilla. Faltaban algunos minutos para el amanecer. Observó la lejana Isla de los Muertos, al otro lado de las aguas. Sacó su grabadora personal: — Podría decirse que este caso finalmente está resuelto. La misteriosa desaparición de los habitantes del asilo de los Santos Inocentes fue consecuencia de los experimentos realizados por la perversa mente del director del hospicio, Philippe Salpêtrière…
Dejó de hablar. Nombrar al director le recordó el momento en que lo había liberado, disparándole al corazón del deformado cuerpo del paciente trece. Nunca olvidaría al despojo de Salpêtrière, retorciéndose y suplicándole ayuda con su voz gutural y casi inaudible. Y tampoco olvidaría las garras fantasmales que habían surgido del suelo, arrancándole el alma al siniestro doctor, arrastrándola con ellos a su infierno. Todo el lugar había cambiado en ese momento, volviendo a la normalidad, convirtiéndose en una simple capilla abandonada en el patio del hospicio. Lo último que vio Ellian de esa dimensión fantasmagórica fue el cuerpo del paciente trece, Emil Martel, transformarse en una figura humana translúcida, reposando tranquilamente sobre el altar con el rostro lleno de paz, para luego desvanecerse con un suave destello.
Esa había sido la forma de liberar la maldición, dándole reposo al cuerpo todavía vivo de Emil, que mantenía también con vida y en interminable agonía a aquél que le había torturado para llevar a cabo sus experimentos. Aparentemente Salpêtrière había comprendido que los enfermos mentales eran capaces de percibir los fantasmas que pululaban en la isla, esos que tocaban las campanas cuando llegaba la oscuridad. Había decidido experimentar con ellos para poder atravesar el umbral que separa ambos mundos, creyendo que era posible conectarlos estimulándoles la glándula pineal, considerándola el centro de la percepción extrasensorial. Había experimentado con varios de ellos, doce en total, dejando al final a Emil, que no sólo presentaba trastornos psíquicos, sino que parecía poseer otras habilidades mentales, como la telequinesis y la telepatía. Era su mejor espécimen.
Pero el experimento había fallado. La perforación craneal seguida de estimulación eléctrica no fue resistida por Emil, terminando en muerte cerebral. En ese momento su cuerpo se transformó en la puerta de entrada para las entidades sufrientes, atrapando al director mientras sus cómplices y testigos trataban de escapar en vano. Todo el infierno se había desatado, encerrando a los habitantes del hospicio en un limbo intermedio entre la realidad y el abismo.
Ellian retrocedió la cinta y guardó su grabadora. La Isla de los muertos parecía un cadáver flotando en el lago, envuelto en una mortaja de niebla. No había informado a nadie sobre su decisión de realizar esta investigación, y pensó que lo mejor era dejar con vida las leyendas que tanto divertían a los turistas. Lo único importante era que los muertos ya podían descansar en paz. O agonizar en el infierno que ellos mismos se habían creado. 


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