viernes, 5 de octubre de 2012

El acantilado

Publicado originalmente en www.fantasiaepica.com para el concurso "Fantasía marítima I"
Canción para el relato: Nox Arcana, Ghost Ship, del disco "Phantoms of the High Seas"

Le aterraba el mar, pero siempre regresaba. En esas noches, cuando el cielo vestía su mortaja tormentosa y amenazaba con derramar su llanto sobre el mundo, la oscura letanía volvía a susurrarle su lastimoso lamento, instándolo a volver al acantilado.
Jamás había logrado resistírsele. Y allí estaba una vez más, hechizado por el cántico fantasmal, arrastrado contra su voluntad hasta el reborde rocoso y la abrupta hendidura que ante él se abría hacia el mar.
Trató de no mirar hacia las oscuras aguas del acantilado, pero le fue imposible. Apenas delineadas por la tenue luz, unas rocas afiladas se erguían por encima de la superficie, formando un amplio círculo en cuyo interior se mecían suavemente las aguas, con un ritmo hipnótico y sobrenatural.
Pasaron instantes eternos, en los cuales fue incapaz de apartar la mirada de aquel siniestro paisaje. Entonces las primeras gotas cayeron sobre él y una fría brisa lo acarició fugazmente. La tormenta estaba por comenzar.
Trató de dar un paso hacia atrás, pero algo lo retuvo. Una fuerza inexplicable pareció anclarlo al suelo, grilletes invisibles que lo sujetaron de súbito. Sabía que cualquier resistencia era vana, y se apresuró a buscar en la oscuridad del horizonte, como si con ello pudiera acelerar la inminente tortura. Entonces la tormenta se desató, convirtiendo la oscuridad en un caos de lluvia y viento. En medio de aquel inhóspito paisaje siguió buscando aquello que tarde o temprano aparecería.
Finalmente, luego de instantes eternos de búsqueda desesperada, una silueta lejana apareció, apenas visible bajo la intermitente luz de los relámpagos. Una victima que se debatía entre el oleaje, tratando inútilmente de sostenerse a flote entre las olas embravecidas. Gritó hacia la embarcación, como si su grito pudiera atravesar la distancia, rasgando el viento y la precipitación, una advertencia inútil ahogada por los gemidos lastimosos del vendaval.
En ese momento un trueno resonó con fuerza, como tambores redoblando justo antes de una ejecución. El lamento de la noche entonces fue subiendo de tono, un aullido desencajado y siniestro. La letanía se transformó entonces en una furiosa estridencia hecha de truenos y viento, de olas rompiendo contra rocas y lluvia desatada.
El involuntario testigo de la macabra sinfonía se estremeció, su figura se inclinó hacia el borde del acantilado como si estuviera por arrojarse al vacío. Pero no era ese su destino, no había sido convocado como víctima. Era sólo un espectador del rito que estaba a punto de iniciarse.
De la misma manera antinatural que siempre ocurría, sus percepciones se trastornaron. Como si su pensamiento fuera arrastrado fuera de sí, pudo ver con claridad la condenada embarcación que era juguete de las olas. Pudo oír los maderos rechinando, el sonido de las velas rasgándose, los mástiles crujiendo como si fueran a ser arrancados de sus basamentos. Y los gritos. Los gritos de desesperación de los tripulantes, vociferaciones ininteligibles en el fragor de la tempestad.
Entonces sus ojos vieron con mayor claridad. La cubierta del galeón se le hizo nítida, oscilando de un lado a otro, asaltada por las crestas del mar, manos colosales meciendo la embarcación en un violento arrullo, ahogando la cubierta con sus salinas aguas. Algunas siluetas, sombras fugaces presas de la desesperación, gritaban y corrían de un lado a otro, tratando de evitar ser arrastradas por los embates hacia la impenetrable negrura del mar.
Pero el observador, desde el acantilado, sabía que incluso esa desesperación era sólo el preámbulo del horror. Un infeliz en el galeón fue apresado por una de las acuosas garras y arrastrado sin piedad hacia el océano. Y en ese momento toda la visión se volvió borrosa; siluetas y gritos se fueron disolviendo.
Entonces la voz principal de la siniestra canción, hasta entonces silente y expectante, resonó estruendosamente en sus oídos. Un bramido surgido desde las profundidades desconocidas del mundo, reclamando su atención. Su mirada se volvió otra vez al abismo bajo sus pies, el espacio hasta entonces calmo entre las rocas afiladas, que súbitamente se había convertido en un hervidero de negrura.
Saliendo de su horror fascinado, volvió a mirar la embarcación. Las olas la arrastraban, acercándola hacia el acantilado, como fieles sirvientes transportando una ofrenda ritual. Fue entonces cuando sintió cómo el abismo abría finalmente sus puertas.
Las aguas agitadas bajo el acantilado comenzaron a contorsionarse con violencia, acompañadas de un estrépito sordo y gutural. Un hoyo comenzó a formarse en medio de la circunferencia custodia por las rocas, una grieta creciente en la agitada superficie.
La boca infernal se abría, cada vez más grande, arrastrando las negras aguas hacia sus desconocidas fosas. Observando esa grieta demoníaca, ese vórtice que parecía conectar con la sima del mundo, lanzó un grito de horror. Y su voz pareció hacerse una con los gritos de desesperación que surgían desde el barco condenado al sacrificio.
Las olas siguieron arrastrando el galeón, hasta que la proa chocó contra la primera hilera de rocas puntiagudas, colmillos relamidos por acuosas lenguas negras, deleitadas por el manjar que estaban a punto de degustar. Un mástil se quebró en ese momento, estrellándose contra la borda y haciendo tambalear aún más a la embarcación.
El remolino siguió arrastrando a su víctima hacia su centro abierto y voraz. Los maderos se quebraban violentamente cuando golpeaban contra las hileras de rocas. Impelido por la vorágine, el desvencijado galeón se golpeó una y otra vez, destrozándose irremediablemente.
Cuando sólo un despojo del cuerpo principal quedó en pie, un violento rayo surcó el cielo, iluminando el fatídico momento en que la embarcación, con todo lo que pudiera quedar en ella, fue arrastrada hacia el abismo. Ni los rayos pudieron iluminar la negrura del vórtice infernal, mostrando el fondo de aquella grieta gigantesca que parecía conducir a las profundidades ignotas del océano.
Un estruendo coronó el final del banquete macabro, sumiendo todo en la oscuridad. El observador entonces creyó ver las rocas convertidas en verdaderos colmillos amarillentos de marfil, rodeando unas fauces colosales, babeantes de espuma de mar. Lentamente el vórtice fue disminuyendo su tamaño, mientras la tormenta comenzaba a calmar. Pasó un tiempo que le fue imposible de medir. Los rayos cesaron. La tormenta se transformó en lluvia y el vendaval en brisa. Y los truenos se volvieron apenas un eco lejano, resonando tenuemente en sus oídos.
Se sostuvo allí, al borde del acantilado; y aunque ya no se sentía atrapado por grilletes invisibles, el horror de lo presenciado no le permitió moverse. Siguió observando las aguas, nuevamente tranquilas, con la misma quietud sobrenatural de antes.
Apenas una fina llovizna caía desde el cielo plomizo, que empezaba a iluminarse con la llegada del amanecer. Abajo, entre las aguas, flotaban restos de la embarcación, maderos destrozados. Huesos desechados luego del macabro festín.
Entonces pudo divisar una figura flotando en medio de los despojos. Una silueta tiesa, que parecía el mascarón fantasmagórico del barco destruido. Pero no era una figura tallada en madera, sino un pálido cadáver que se había resistido a ser engullido.
Observó el cuerpo que flotaba en la ondulada superficie. Los rasgos desencajados por el horror de la muerte le resultaron familiares, incluso en la distancia. Trató de aguzar sus ojos para observar detenidamente sus facciones, pero le fue imposible. La visión se le nubló al instante, y todo a su alrededor comenzó a desvanecerse como si se tratara de un espejismo.
Entonces, los primeros rayos del sol rasgaron el manto de nubes, abriéndose paso hasta las oscuras aguas, devolviéndole su color verde azulado. Las rocas negras del acantilado recuperaron su tono gris, salpicado por el verdor de las algas.
Y ya no hubo maderos a la deriva, ni cadáver alguno flotando en la superficie. Tampoco observadores en lo alto del acantilado. Y no los habría hasta que el cielo borrascoso volviera a elevar su oscura letanía, y las antiguas historias de almas condenadas y fantasmagóricos galeones fueran exhumadas, tan sólo para repetirse, una y otra vez, al compás del estrépito de los truenos y bajo la luz de los relámpagos.
Hasta entonces, guardadas en sus tumbas submarinas, las ignoradas historias del acantilado podrían volver a descansar.



No hay comentarios:

Publicar un comentario