viernes, 5 de octubre de 2012

Las puertas del cielo

Publicado originalmente en www.fantasiaepica.com para el concurso "Futuro imperfecto I"

Se detuvo cuando la vio. Como una perla brillante en medio de la negrura, la luminosa ciudad se erguía a lo lejos. Su sueño finalmente se había hecho realidad.
Apenas se sostenía en pie por el agotamiento y el entumecimiento de sus miembros. Sin embargo, su atención estaba puesta en la refulgente ciudad. Era más hermosa de lo que la había soñado. Brillante y majestuosa sobre el difuso horizonte.
Era imposible contar los días que llevaba buscándola. El cielo cubierto jamás se despejaba, sumiendo al mundo entero en un crepúsculo perpetuo, gris y decadente, que borraba cualquier indicio del paso del tiempo.
Las imágenes inconexas de guerra, violencia, ciudades en llamas y desastres naturales cada tanto lo asaltaban. Pero la realidad a su alrededor se había trastornado completamente, y esas imágenes le resultaban sólo unos recuerdos extraños e inconsistentes.
Como si las antiguas escrituras y profecías se hubieran finalmente consumado, el mundo estaba transformado en un desierto de devastación y oscuridad que parecía amalgamar la tierra conocida con una dimensión caótica de horror y desolación.
La cáscara sin vida de la tierra se había vuelto una vasta llanura, surcada de montañas afiladas, y hendida por abismos gigantescos cuya negrura parecía conectar con las entrañas mismas del mundo. El agua se había transformado en un líquido hediondo que exhalaba vapores pestilentes, y casi todos los seres vivos habían desaparecido. Plantas y animales habían abandonado el mundo sin dejar rastro. Sólo quedaba el despojo de la humanidad.
Pero él estaba solo entre los demás. Todos los sobrevivientes con los que se encontraba parecían sumergidos en un trance inconmovible. Sonámbulos que gemían y aullaban de forma demencial, moviéndose en manadas o vagando solitariamente. Él era uno de estos últimos, y había dejado de acercarse a otros cuando los encontraba. Había comprendido que la comunicación humana había desaparecido. Él mismo ya se sentía incapaz de articular palabra. Era otra sombra, otra entidad enajenada deambulando por el mundo.
Y esa demencia que veía en los demás también la sentía en él mismo, dominándolo insidiosamente, como una sombra macabra creciendo en su interior, destruyendo su cordura. Cada vez le resultaba más trabajoso mantener la consciencia de sí mismo. No podía recordar ni su propio nombre. Era un anónimo más entre otros. Uno más de los tantos que habían perdido el deseo y la necesidad de alimento, agua o aire. Sólo el dolor permanecía en sus cuerpos. Parecía que la muerte los había abandonado a su suerte, negándoles su hoz liberadora, condenándolos a ser espectros errabundos, cuyo único apremio parecía consistir en el creciente deseo de volver a contemplar la luz.
Porque la luz aún existía en el mundo. La imagen de las criaturas que la portaban se había transformado en una obsesión para él. No sabía qué eran esas criaturas, pero quería creer que eran ángeles. Ángeles que visitaban ese infierno recordándoles a los desquiciados humanos que la luz aún existía. Eran heraldos de esperanza.
Había visto varios de esos ángeles desde que la oscuridad había caído sobre el mundo, pero cada vez eran más escasos. Atesoraba, con lo que le quedaba de voluntad, el recuerdo del último que había visto. Lo había contemplado como una silueta luminosa, caminando sigilosamente entre las ruinas de lo que alguna vez había sido un pueblo. Y había corrido desesperadamente a su encuentro, atraído por su luz.
Pero el ángel había huido de él. Le suplicó a gritos que no escapara, que no lo abandonara, y apelando a lo que le quedaba de fuerzas logró alcanzarlo. Apenas hizo contacto con la criatura trató de aferrarse a ella, pero ésta se le deshizo entre los brazos. Y mientras los jirones de luz se desvanecían se llevó las manos compulsivamente al rostro besando la luminosidad, como si deseara beber de ella antes que se disipara. La negrura en su interior pareció retroceder ligeramente en ese momento, renovando su fuerza y dándole algo de alivio a su dolor.
Fue entonces cuando comenzaron las ensoñaciones. Cada vez que se recostaba, intentado descansar, las imágenes de la ciudad lo asaltaban. Una ciudad sagrada, edificada en piedras preciosas, adornada con fuentes de luz bendita.
Y ahora estaba delante de él, cada vez más cerca, coronada de torres de cristal. La ciudad prometida, la esperanza con la que había estado soñando.
Su corazón le decía que allí habitaban esos ángeles. Un lugar colmado de bendiciones que podrían calmar su sed de luz y vida. Sentía que era el pasaje a la redención, las Puertas del Cielo, para todo el que tuviera la voluntad de limpiar las tinieblas interiores y conservara el deseo de abandonar aquél infierno.
Con sus pasos vacilantes se fue acercando a la ciudad. El brillo de su luminosidad lo subyugó. Miró por encima de ella y pudo contemplar el cielo despejado. Parecía un vórtice arremolinado justo encima de la ciudad, permitiendo el paso de la luz del día.
Entonces, el silencio reinante se rompió por un coro celestial que llegó a sus oídos. Una música surgiendo desde las altas torres iridiscentes. Extasiado, sintiendo que la fe volvía a él, apresuró sus pasos hacia el gran arco de entrada.
Entonces apareció. Un ser luminoso le salió al paso desde la ciudad, acercándosele. Su silueta radiante y de indescriptibles facciones avanzaba como flotando al ras del suelo. Trató de correr hacia la divina criatura, el ángel surgido desde el umbral del Paraíso.
La luz del ser llegaba a él, cálida e intensa, llenándolo de regocijo y de promesas de eterna felicidad. El ser extendió su brazo en gesto de bienvenida, y la luz pareció surgir más brillante desde su mano celestial.
La luz entonces lo envolvió, una caricia cálida que le hizo perder el control de sí mismo y el esfuerzo por mantener juicio. Se dejó inundar por el resplandor, sintiendo que toda la sombra que había en su interior lo abandonaba, que recuperaba su verdadero ser, que se disipaba toda la confusión que durante tanto tiempo lo había hecho agonizar.
Anegado por estas emociones y por el bendito resplandor, por fin pudo dejar de pensar.

La mujer observó detenidamente el cuerpo que yacía frente a ella. Cuando estuvo segura que no volvería a levantarse, bajó su arma. Se acercó, observando el cadáver medio putrefacto, envuelto en harapos. De la cabeza destrozada salía una sangre oscura y pestilente, esparciéndose sobre el suelo polvoriento.
Cada vez eran menos los no-muertos que se acercaban a la ciudad. Pero ningún ser humano había aparecido en meses. Por un momento había creído que el joven que se acercaba era un sobreviviente, pero cuando lo tuvo más cerca y vio sus ojos inyectados en sangre y su voraz boca babeante, perdió toda esperanza de que fuera un ser vivo. Le había volado la cabeza de un disparo justo cuando se abalanzaba sobre ella.
Observó alrededor, pero no había otros movimientos, ni de vivos ni de muertos. Todo seguía siendo un páramo desolado bajo el encapotado cielo gris. Una tierra inerte luego de la destrucción masiva de la última gran guerra, y de las catástrofes naturales que le sucedieron.
Dio media vuelta, preguntándose si ella y los demás habitantes de la ciudad eran los únicos que quedaban vivos en el planeta, los únicos sobrevivientes a la epidemia que había convertido a la mayor parte de la población en bestias hambrientas de carne humana.
Desde sus torres, las maquinarias de purificación del aire se habían puesto a funcionar nuevamente, rompiendo el silencio de los alrededores con su monótono ruido.
Miró hacia el cielo abierto sobre la ciudad y la luz del sol que se filtraba desde ese claro entre las nubes contaminadas. Una tenue luz de esperanza para los pocos humanos, plantas y animales que la ciudad aún albergaba.

“Y me llevó en el Espíritu a un gran y alto monte, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante a una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal”.

Apocalipsis, 21:10



 

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