Presentado originalmente en www.fantasiaepica.com para el concurso "Fantasía Épica I"
Canción para el relato: Nox Arcana, Night wraights, del disco "Grimm Tales"
El silencio del páramo apenas se rompía por el errático canto de los grillos. Los pasos del caballero, cautelosos, se hundían en el lodo con tenues gorgoteos. Los Pantanos de Osdain eran un sitio peligroso, sobre todo durante la noche. Si no se mantenía atento al suelo bajo sus pies, lo más probable era que terminara ahogado en el fondo de alguna ciénaga sin haber cumplido su cometido.
Con la espada presta
y el escudo firme, caminaba entre los altos juncos, abriéndose paso
con lentitud, dejando que la plateada luz de la luna se reflejara
sobre su armadura. Su aliento entrecortado, en parte por la ansiedad
y en parte por la expectativa, salía de su boca como pequeñas nubes
que se entremezclaban con la niebla, la cual comenzaba a espesarse
mientras el frío se apoderaba del pantano.
Sus ojos, inquietos,
se movían de un lado a otro, inspeccionándolo todo con rapidez. Un
presentimiento apremiante le vaticinaba que en cualquier instante el
monstruo aparecería.
Se abrió paso a
través de un muro de frondosa vegetación, y al otro lado encontró
un claro, un recinto rodeado de rocas que formaban un semicírculo,
circundando una gran masa de aguas. La amplia superficie del estanque
estaba salpicada por el reflejo de las estrellas y atestada de unos
lirios que flotaban perezosos sobre ella.
Las límpidas aguas
despertaron todas sus sospechas. Era diferente a los otros estanques
saturados de algas que había encontrado a lo largo de su camino.
«La guarida del
monstruo», pensó mientras se ponía en guardia.
Observó las aguas
con detenimiento, las rocas circundantes y los juncos que sobresalían
entre la capa de niebla al ras del suelo. Aguzó el oído, atento al
menor sonido. No iba a permitir que se le tomara por sorpresa.
Entonces un gorgoteo
surgió del estanque. Retrocedió un paso, empuñando con fuerza la
espada, tensando el brazo que sostenía firme el escudo.
El sonido se repitió
una vez más, formando burbujas sobre la superficie. Con todos los
músculos tensos, la respiración agitada y el corazón alborotado,
le pareció ver una sombra insinuándose bajo las aguas. Los lirios
se movieron con rapidez, esparciéndose hacia los bordes del
estanque.
El caballero abrió
los ojos con espanto cuando la superficie se rompió en una enorme
ola, desbordándose sobre él. Apenas tuvo tiempo a retroceder lo
suficiente para no ser engullido por las verdosas aguas, y cuando
pudo recuperarse, vio a una masa amorfa elevándose en el aire,
arrastrando una estela acuosa tras de sí.
Aquella presencia de
pura negrura ocultaba todas las estrellas allí por donde pasaba.
Volaba muy alto con su enorme osamenta, y con la misma facilidad que
lo haría un liviano pajarillo.
El caballero giraba
nerviosamente sobre sí, con la vista hacia el cielo, tratando de
seguir la errante trayectoria del monstruo volador.
—¡Bestia inmunda
del Infierno, baja y enfrenta tu destino! ¡He venido a aliviar al
mundo de tu asquerosa existencia! —gritó el caballero.
La bestia comenzó a
volar trazando grandes círculos, descendiendo lentamente sobre el
claro.
El caballero trató
de mantenerse firme tanto como pudo cuando la criatura estuvo ante
él, sostenida en el aire, azotándolo con las fuertes ráfagas que
lanzaba el poderoso batir de sus alas. Pudo entonces ver su cuerpo de
reptil, negro como el ébano, brillante como el acero recién pulido.
La bestia retrocedió
con un fuerte aleteo, hasta que su cola tocó un cúmulo de piedras
que tenía tras de sí. Con la suavidad de una pluma que cae sobre el
suelo, se posó sobre sus cuatro patas sobre el promontorio de rocas,
y plegó sus enormes alas alrededor del cuerpo.
El hombre observó
mejor sus rasgos. Su cabeza estaba astada con dos enormes cuernos de
marfil y coronada con una cresta azabache. Vio el largo cuello
sinuoso, que pronto se estiró hacia adelante.
La criatura ladeó un
poco la cabeza y sus brillantes ojos dorados se entrecerraron
mientras laceraba al caballero con una mirada curiosa a la vez que
inquisitiva. Parecía una lechuza descomunal, posada sobre una rama,
con su silueta recortada sobre el fondo blanco de la luna.
—Mi espada reclama
tu sangre, engendro infernal… —dijo el hombre, apuntando al
dragón con su arma de forma amenazadora.
La negra bestia se
irguió, y luego de un instante habló con voz estentórea y
resonante: —Noble caballero, aunque sin invitación habéis
irrumpido en mi morada, os doy la bienvenida —señaló a su
alrededor, haciendo un ademán con su garra.
El hombre se paralizó
de asombro al oír al reptil. Y cuando salió de su estupor, gritó
con indignación: —¡¿Estás burlándote de mí, monstruo?!
—No os conozco aún
para burlarme de vos, caballero. Y por tanto, permitidme presentaros
mis respetos en primer lugar. Lamento no poder revelaros mi verdadero
nombre, una prudente tradición de todos los seres mágicos, pero de
todas formas dudo que pudierais pronunciarlo correctamente con una
garganta tan pequeña. Así que llamadme Dulkhal, Vigía de la Noche.
¡A vuestro servicio! —dijo el dragón, haciendo una leve
reverencia, llevándose una garra al pecho.
—¡No deseo oír
ningún nombre de bestia, ni verdadero ni falso, tan sólo he venido
a quitarte esa vida a la que no tienes derecho, demonio! —respondió
el encolerizado caballero.
El dragón respondió,
mostrándose desairado por la vociferación del hombre: —Ya os he
dicho mi nombre, caballero, podéis dejar de llamarme bestia,
monstruo, demonio o engendro. Y si vuestra voluntad es quitarme la
vida, al menos decidme cómo os puedo llamar, dadme el privilegio de
conocer el nombre de mi posible asesino.
—Si tanto lo
deseas, te lo diré, monstruo. No temo revelarte mi verdadero nombre,
porque no temo a ninguna de las artes oscuras que quieras utilizar en
mi contra. Heidal, hijo de Heiden, puedes llamarme durante el corto
tiempo que te queda de vida. ¡Ahora deja de fingir una educación
que no posees, y prepárate a morir! —respondió el caballero,
poniéndose nuevamente en guardia, dispuesto a luchar.
El dragón se irguió,
meneó la cabeza a un lado y otro mostrando su desaprobación:
—Heidal, hijo de Heiden, no deseo pelear con vos… ¿Por qué tal
insistencia? ¿Qué mal os he hecho?
—¿Te atreves a
preguntar? —el caballero bajó la guardia, sorprendido por las
palabras de Dulkhal—. No sabía que tu bruta raza fuera capaz de
mostrar un cinismo a la par de su bestialidad. ¡Debo matarte porque
eres una peste como todos los de tu especie!
—Oh… —suspiró
el dragón—. Reconozco que muchos de los míos poseen un
temperamento arisco, pero no diríais que son la peste si os dierais
la oportunidad de conocerles mejor.
—¿Conocerles?
¡Sólo desearía encontrar a cada uno de ellos para aniquilarles!
¡Monstruos raptores de princesas, ladrones de tesoros, asesinos de
ganado!
El dragón bajó la
mirada, con pesadumbre: —Creo que habéis oído demasiadas vulgares
historias sobre mi raza, Heidal, hijo de Heiden.
»Pero, respondedme,
¿Por qué nos llamáis raptores de princesas, cuando sois vosotros,
los hombres, los que intercambiáis hermanas e hijas cual si fueran
sacos de trigo, por convenios e intereses entre varones?
»¿Y no sois los
hombres los que habéis catalogado metales y piedras preciosas, tan
sólo para mataros unos a otros en la ambición de ser los mayores
poseedores de estos tesoros?
»¿Y no sois los
hombres los que habéis creado las granjas, hacinando animales,
condenándolos al trabajo que vosotros no queréis hacer,
destinándolos a terminar sus forzadas vidas alimentando a vuestra
especie?
El hombre no
respondió. Apretó los dientes, horadando al dragón con el odio que
había en sus ojos.
Dulkhal murmuró, lo
suficientemente fuerte para el caballero lo oyera: —Sois presuroso,
Heidal, en juzgar las acciones de otros seres, más deberíais ver
primero las acciones de vuestra propia especie.
—¡Calla de una
vez, abominación! ¡Y no te atrevas a pedir clemencia, porque luego
de tus viles palabras no la obtendrás, ni de mí ni de mi espada!
¡Así que más te valdría luchar con todas tus fuerzas, para tener,
al menos, una muerte digna de tu barbarie!
—Ya os he dicho:
Dulkhal es el nombre por el que podéis llamarme, dejad de otorgarme
títulos que no poseo —dijo el dragón exhalando vapor por las
fosas nasales—. Y os invito una vez más a reconsiderar vuestra
obstinación. No deseo luchar con vos, ni heríos de ningún modo.
—Guarda tu
invitación, monstruo, y comienza a luchar ahora mismo, de otro modo
treparé esa roca y te daré una rápida muerte traspasándote el
corazón de lado a lado con el hambriento filo de mi espada.
—La magnitud de
vuestra terquedad sólo encuentra par con la grandeza de vuestra
imprudencia, Heidal, hijo de Heiden. Y como sois mi huésped, aún
sin mi consentimiento, mi deber es complaceros en vuestro capricho.
Lucharé con vos, noble caballero, y haré acopio de todas mis
fuerzas y poderes para honrar vuestro atrevimiento y bravura
—respondió el dragón, mientras estiraba todo el cuerpo y extendía
las alas.
—Al fin has
entendido, bestia —masculló Heidal, esbozando una torcida sonrisa.
Dulkhal se elevó
agitando sus alas. Su serpentino cuerpo se tensó, y antes de que el
caballero pudiera preverlo, se lanzó como un rayo sobre él.
La dentellada resonó
estridente sobre Heidal, que apenas tuvo tiempo de arrojarse al suelo
y rodar para esquivarla. Se incorporó ágilmente al tiempo que
lanzaba una estocada.
Pero el dragón ya
estaba fuera de su alcance. Volaba en círculos sobre el pantano. El
caballero, atento a sus movimientos, aguardó la próxima embestida.
Y Dulkhal no se hizo
esperar. Bajó repentinamente, barriendo el suelo con su cola. Heidal
la esquivó con un salto, salpicado de lodo pero a salvo del ataque.
—Cumple tus
palabras, Hijo de Luzbel, dijiste que lucharías con todas tus
fuerzas —vociferó, riendo luego entre dientes, excitado por el
combate.
Las enormes patas del
dragón se posaron en el suelo, justo frente a él. Atacó una y otra
vez, dando fuertes mordiscos, haciendo retroceder a Heidal, que lo
esquivaba brincando con precisión ante cada ataque.
Pero en su retroceso,
Heidal terminó con la espalda contra una roca. Atrapado entre la
pared de piedra y el enorme reptil, atinó a cubrirse con el escudo.
Los inquebrantables dientes de la bestia resonaron al estrellarse
contra el metal, estremeciendo todo el cuerpo de Heidal.
No había llegado a
recuperarse del aturdimiento cuando oyó el rugido siseante del
dragón. Alarmado por lo que intuyó que la bestia iba a hacer, se
apretujó como pudo detrás del escudo.
La criatura exhaló
su fuego, que golpeó con estrepitoso vigor sobre el metal. Heidal
resistió el abrasador calor de las lenguas ígneas que sobresalían
por los lados del escudo, suplicando a sus ancestros que tanto éste
como su armadura pudieran resistir esa flama salida del infierno.
El eterno instante
bajo las llamas terminó, y Heidal arrojó a un costado el escudo,
que ardía al rojo vivo, como recién salido de la fragua. El dragón,
seguro de su victoria, mordió el escudo, y lo arrojó con violencia
al estanque. La pieza de metal se hundió al instante, soltando una
nube de vapor sobre el agua.
Heidal aprovechó la
distracción para alejarse de Dulkhal y las rocas. Sin su escudo,
tomó con ambas manos la empuñadura de su espada.
—Vástago del
Averno… —murmuró con desprecio.
El dragón retrocedió
unos pasos, sostenido sobre sus cuatro patas. Su cabeza se balanceaba
suavemente a un lado y otro, midiendo a su adversario, mirándolo
fijamente con sus intimidantes ojos.
El hombre sostuvo la
guardia, con su arma enhiesta y los pies firmes y algo hundidos en el
lodo. Mantuvo los ojos fijos en los de Dulkhal, sin dejarse
amedrentar.
El dragón dio un
salto repentino, elevándose nuevamente en vuelo. Heidal observó los
furiosos aleteos, con los que ganaba más y más altura. Retrocedió
unos pasos, sin perderlo de vista, aunque apenas podía divisarlo
como una mancha negra contra el cielo azul oscuro.
La bestia se detuvo
en lo alto, y entonces los ojos del caballero se desencajaron de
horror. La bestia estaba cayendo a toda velocidad, como si algo la
hubiera derribado.
Pero nada la había
hecho caer, más que el deseo de acabar con su vida. Con las garras y
las fauces abiertas, el dragón se desplomaba sobre él, impulsado
con todo el vigor de su cuerpo y la determinación de su furia.
Heidal aguardó el
instante preciso, entonces dio unas rápidas zancadas en el lodo, y
se arrojó de un salto tan lejos como pudo, cayendo de bruces. Una
oleada de fango lo bañó de cuerpo entero.
Se incorporó tan
pronto como pudo y vio al dragón semienterrado en el lodo, justo en
el lugar que él había abandonado un instante atrás. La bestia lo
observaba con un odio lacerante, mientras se erguía, sosteniéndose
sobre sus patas traseras.
Heidal aguardó,
observando los ojos de la criatura, con ese dorado hipnótico que
parecía escarbar en cada rincón de su mente. Con las fauces
abiertas y las amenazantes garras en alto, el dragón comenzó a
acercarse.
Heidal supo que era
el momento culminante de la batalla. Era su vida o la del dragón.
Debía ser preciso y actuar con rapidez.
El dragón se
abalanzó hacia Heidal y descargó sus garras sobre él para
aplastarlo.
Pero esa fue la
perdición de la bestia.
El caballero se
arrojó con presteza hacia un lado, rodando y esquivando el golpe. Se
incorporó con rapidez y levantó su espada por encima de su cabeza,
mientras la bestia volvía su atónita mirada hacia él. Con un salto
se arrojó sobre el costado del dragón, dando una estocada con todas
sus fuerzas sobre la escamada piel.
El grito de dolor de
la criatura estremeció todo el pantanal.
Un golpe torpe de la
garra de Dulkhal arrojó a varios pasos al hombre. Observó a la
bestia, que tenía la empuñadura de la espada sobresaliendo justo
debajo de la garra delantera. Con inciertos movimientos de su otra
garra intentaba arrancársela. Pero sus vacilantes movimientos
indicaban que ya era demasiado tarde.
Retrocedía dando
tropiezos, de espaldas al estanque. La hoja se le había clavado
justo en el lugar donde estaba su corazón, un lugar que la precisión
de Heidal supo encontrar en el exacto instante.
El caballero se
incorporó para ver el deceso de la bestia. A la luz de la luna, en
aquél silencioso lodazal, Dulkhal, Vigía de la Noche, se retorcía
de dolor, con su cuerpo contorsionándose entre la niebla, ya sin los
vanos intentos de quitarse la torturante arma clavada entre sus
escamas.
Por un momento,
Heidal sintió respeto y cierta veneración por la bestia, mientras
la veía desplomarse y la oía lanzar su último alarido de agonía.
Con todo el peso de
su cuerpo, Dulkhal cayó en el estanque, desbordándolo y bañando el
claro una vez más con sus aguas.
La oleada llegó
cerca de los pies del caballero, que se acercó para ver la negra
silueta del dragón que se hundía, perdiéndose para siempre de su
vista.
Se quedó inmóvil,
hasta que la agitada superficie dejó de formar anillos, y los lirios
volvieron a ser serenos náufragos sobre el estanque tachonado de
luminarias.
Se volvió para
marcharse, pero vio algo en el suelo, algo brillante incrustado en el
lodo. Se acercó, lo recogió y lo limpió como pudo con sus guantes
de cuero embarrados.
La forma ovalada era
perfecta, tanto como su pulida superficie. Tres escamas de dragón,
arrancadas de la piel de la bestia en el último ataque. Brillaban
reflejando la luz de la luna y las estrellas como negros espejos.
Heidal pareció
entonces caer en la cuenta de su victoria y comenzó a reír. Sin su
escudo ni su espada, pero con la muestra de su victoria en las manos,
se retiró del lodazal.
Una vez que estuvo en
su hogar, depositó con sumo cuidado el trofeo que acababa de
obtener. Brillantes y ya sin rastros de lodo, reposaban sobre el
altar que tenían especialmente dispuesto, junto a otros trofeos
obtenidos en anteriores batallas. Como cada nueva adquisición, no
podía quitarle los ojos de encima, como si el esfuerzo realizado
ameritara reverenciar esos objetos durante largas horas.
Pensó en la
encarnizada lucha. Pocas cosas le gustaban más que aquellos objetos
obtenidos en batalla, a excepción de la diversión que los mismos
enfrentamientos le causaban.
Se recostó en su
lecho, sin quitarle los ojos de encima a la espada y el escudo
recientemente ganados.
Sus dotes
histriónicas para el combate eran cada vez mejores. Rió para sí
mismo recordando el gesto afligido y extenuado del caballero mientras
le observaba fingiendo su muerte.
Pero el sueño
comenzó a vencerle, era tiempo de dormir, tal vez un día o unas
semanas. Tal vez algunos años.
Cerró los ojos,
estirando su serpentina figura sobre el lecho de monedas de oro y
plata, y piedras preciosas de todas clases.
Tan plácidamente
como lo haría un gato sobre un edredón relleno de plumas, Dulkhal,
Vigía de la Noche, se entregó con todo gusto a los placeres del
sueño.
Hola, Gothic. Hacía tiempo que no me pasaba por aquí, así que ya venía siendo hora de que lo hiciera, aunque no se deba exactamente a una visita de cortesía. En realidad, con este comentario te comunico la concesión de un premio Liebster Award a tu blog.
ResponderEliminarEspero que sirva para que sigas publicando tus relatos y que tus lectores podamos seguir disfrutando de tu talento creador.
Un saludo