domingo, 10 de noviembre de 2013

El monstruo en el pantano


Presentado originalmente en www.fantasiaepica.com para el concurso "Fantasía Épica I"


El silencio del páramo apenas se rompía por el errático canto de los grillos. Los pasos del caballero, cautelosos, se hundían en el lodo con tenues gorgoteos. Los Pantanos de Osdain eran un sitio peligroso, sobre todo durante la noche. Si no se mantenía atento al suelo bajo sus pies, lo más probable era que terminara ahogado en el fondo de alguna ciénaga sin haber cumplido su cometido.
Con la espada presta y el escudo firme, caminaba entre los altos juncos, abriéndose paso con lentitud, dejando que la plateada luz de la luna se reflejara sobre su armadura. Su aliento entrecortado, en parte por la ansiedad y en parte por la expectativa, salía de su boca como pequeñas nubes que se entremezclaban con la niebla, la cual comenzaba a espesarse mientras el frío se apoderaba del pantano.
Sus ojos, inquietos, se movían de un lado a otro, inspeccionándolo todo con rapidez. Un presentimiento apremiante le vaticinaba que en cualquier instante el monstruo aparecería.
Se abrió paso a través de un muro de frondosa vegetación, y al otro lado encontró un claro, un recinto rodeado de rocas que formaban un semicírculo, circundando una gran masa de aguas. La amplia superficie del estanque estaba salpicada por el reflejo de las estrellas y atestada de unos lirios que flotaban perezosos sobre ella.
Las límpidas aguas despertaron todas sus sospechas. Era diferente a los otros estanques saturados de algas que había encontrado a lo largo de su camino.
«La guarida del monstruo», pensó mientras se ponía en guardia.
Observó las aguas con detenimiento, las rocas circundantes y los juncos que sobresalían entre la capa de niebla al ras del suelo. Aguzó el oído, atento al menor sonido. No iba a permitir que se le tomara por sorpresa.
Entonces un gorgoteo surgió del estanque. Retrocedió un paso, empuñando con fuerza la espada, tensando el brazo que sostenía firme el escudo.
El sonido se repitió una vez más, formando burbujas sobre la superficie. Con todos los músculos tensos, la respiración agitada y el corazón alborotado, le pareció ver una sombra insinuándose bajo las aguas. Los lirios se movieron con rapidez, esparciéndose hacia los bordes del estanque.
El caballero abrió los ojos con espanto cuando la superficie se rompió en una enorme ola, desbordándose sobre él. Apenas tuvo tiempo a retroceder lo suficiente para no ser engullido por las verdosas aguas, y cuando pudo recuperarse, vio a una masa amorfa elevándose en el aire, arrastrando una estela acuosa tras de sí.
Aquella presencia de pura negrura ocultaba todas las estrellas allí por donde pasaba. Volaba muy alto con su enorme osamenta, y con la misma facilidad que lo haría un liviano pajarillo.
El caballero giraba nerviosamente sobre sí, con la vista hacia el cielo, tratando de seguir la errante trayectoria del monstruo volador.
—¡Bestia inmunda del Infierno, baja y enfrenta tu destino! ¡He venido a aliviar al mundo de tu asquerosa existencia! —gritó el caballero.
La bestia comenzó a volar trazando grandes círculos, descendiendo lentamente sobre el claro.
El caballero trató de mantenerse firme tanto como pudo cuando la criatura estuvo ante él, sostenida en el aire, azotándolo con las fuertes ráfagas que lanzaba el poderoso batir de sus alas. Pudo entonces ver su cuerpo de reptil, negro como el ébano, brillante como el acero recién pulido.
La bestia retrocedió con un fuerte aleteo, hasta que su cola tocó un cúmulo de piedras que tenía tras de sí. Con la suavidad de una pluma que cae sobre el suelo, se posó sobre sus cuatro patas sobre el promontorio de rocas, y plegó sus enormes alas alrededor del cuerpo.
El hombre observó mejor sus rasgos. Su cabeza estaba astada con dos enormes cuernos de marfil y coronada con una cresta azabache. Vio el largo cuello sinuoso, que pronto se estiró hacia adelante.
La criatura ladeó un poco la cabeza y sus brillantes ojos dorados se entrecerraron mientras laceraba al caballero con una mirada curiosa a la vez que inquisitiva. Parecía una lechuza descomunal, posada sobre una rama, con su silueta recortada sobre el fondo blanco de la luna.
—Mi espada reclama tu sangre, engendro infernal… —dijo el hombre, apuntando al dragón con su arma de forma amenazadora.
La negra bestia se irguió, y luego de un instante habló con voz estentórea y resonante: —Noble caballero, aunque sin invitación habéis irrumpido en mi morada, os doy la bienvenida —señaló a su alrededor, haciendo un ademán con su garra.
El hombre se paralizó de asombro al oír al reptil. Y cuando salió de su estupor, gritó con indignación: —¡¿Estás burlándote de mí, monstruo?!
—No os conozco aún para burlarme de vos, caballero. Y por tanto, permitidme presentaros mis respetos en primer lugar. Lamento no poder revelaros mi verdadero nombre, una prudente tradición de todos los seres mágicos, pero de todas formas dudo que pudierais pronunciarlo correctamente con una garganta tan pequeña. Así que llamadme Dulkhal, Vigía de la Noche. ¡A vuestro servicio! —dijo el dragón, haciendo una leve reverencia, llevándose una garra al pecho.
—¡No deseo oír ningún nombre de bestia, ni verdadero ni falso, tan sólo he venido a quitarte esa vida a la que no tienes derecho, demonio! —respondió el encolerizado caballero.
El dragón respondió, mostrándose desairado por la vociferación del hombre: —Ya os he dicho mi nombre, caballero, podéis dejar de llamarme bestia, monstruo, demonio o engendro. Y si vuestra voluntad es quitarme la vida, al menos decidme cómo os puedo llamar, dadme el privilegio de conocer el nombre de mi posible asesino.
—Si tanto lo deseas, te lo diré, monstruo. No temo revelarte mi verdadero nombre, porque no temo a ninguna de las artes oscuras que quieras utilizar en mi contra. Heidal, hijo de Heiden, puedes llamarme durante el corto tiempo que te queda de vida. ¡Ahora deja de fingir una educación que no posees, y prepárate a morir! —respondió el caballero, poniéndose nuevamente en guardia, dispuesto a luchar.
El dragón se irguió, meneó la cabeza a un lado y otro mostrando su desaprobación: —Heidal, hijo de Heiden, no deseo pelear con vos… ¿Por qué tal insistencia? ¿Qué mal os he hecho?
—¿Te atreves a preguntar? —el caballero bajó la guardia, sorprendido por las palabras de Dulkhal—. No sabía que tu bruta raza fuera capaz de mostrar un cinismo a la par de su bestialidad. ¡Debo matarte porque eres una peste como todos los de tu especie!
—Oh… —suspiró el dragón—. Reconozco que muchos de los míos poseen un temperamento arisco, pero no diríais que son la peste si os dierais la oportunidad de conocerles mejor.
—¿Conocerles? ¡Sólo desearía encontrar a cada uno de ellos para aniquilarles! ¡Monstruos raptores de princesas, ladrones de tesoros, asesinos de ganado!
El dragón bajó la mirada, con pesadumbre: —Creo que habéis oído demasiadas vulgares historias sobre mi raza, Heidal, hijo de Heiden.
»Pero, respondedme, ¿Por qué nos llamáis raptores de princesas, cuando sois vosotros, los hombres, los que intercambiáis hermanas e hijas cual si fueran sacos de trigo, por convenios e intereses entre varones?
»¿Y no sois los hombres los que habéis catalogado metales y piedras preciosas, tan sólo para mataros unos a otros en la ambición de ser los mayores poseedores de estos tesoros?
»¿Y no sois los hombres los que habéis creado las granjas, hacinando animales, condenándolos al trabajo que vosotros no queréis hacer, destinándolos a terminar sus forzadas vidas alimentando a vuestra especie?
El hombre no respondió. Apretó los dientes, horadando al dragón con el odio que había en sus ojos.
Dulkhal murmuró, lo suficientemente fuerte para el caballero lo oyera: —Sois presuroso, Heidal, en juzgar las acciones de otros seres, más deberíais ver primero las acciones de vuestra propia especie.
—¡Calla de una vez, abominación! ¡Y no te atrevas a pedir clemencia, porque luego de tus viles palabras no la obtendrás, ni de mí ni de mi espada! ¡Así que más te valdría luchar con todas tus fuerzas, para tener, al menos, una muerte digna de tu barbarie!
—Ya os he dicho: Dulkhal es el nombre por el que podéis llamarme, dejad de otorgarme títulos que no poseo —dijo el dragón exhalando vapor por las fosas nasales—. Y os invito una vez más a reconsiderar vuestra obstinación. No deseo luchar con vos, ni heríos de ningún modo.
—Guarda tu invitación, monstruo, y comienza a luchar ahora mismo, de otro modo treparé esa roca y te daré una rápida muerte traspasándote el corazón de lado a lado con el hambriento filo de mi espada.
—La magnitud de vuestra terquedad sólo encuentra par con la grandeza de vuestra imprudencia, Heidal, hijo de Heiden. Y como sois mi huésped, aún sin mi consentimiento, mi deber es complaceros en vuestro capricho. Lucharé con vos, noble caballero, y haré acopio de todas mis fuerzas y poderes para honrar vuestro atrevimiento y bravura —respondió el dragón, mientras estiraba todo el cuerpo y extendía las alas.
—Al fin has entendido, bestia —masculló Heidal, esbozando una torcida sonrisa.
Dulkhal se elevó agitando sus alas. Su serpentino cuerpo se tensó, y antes de que el caballero pudiera preverlo, se lanzó como un rayo sobre él.
La dentellada resonó estridente sobre Heidal, que apenas tuvo tiempo de arrojarse al suelo y rodar para esquivarla. Se incorporó ágilmente al tiempo que lanzaba una estocada.
Pero el dragón ya estaba fuera de su alcance. Volaba en círculos sobre el pantano. El caballero, atento a sus movimientos, aguardó la próxima embestida.
Y Dulkhal no se hizo esperar. Bajó repentinamente, barriendo el suelo con su cola. Heidal la esquivó con un salto, salpicado de lodo pero a salvo del ataque.
—Cumple tus palabras, Hijo de Luzbel, dijiste que lucharías con todas tus fuerzas —vociferó, riendo luego entre dientes, excitado por el combate.
Las enormes patas del dragón se posaron en el suelo, justo frente a él. Atacó una y otra vez, dando fuertes mordiscos, haciendo retroceder a Heidal, que lo esquivaba brincando con precisión ante cada ataque.
Pero en su retroceso, Heidal terminó con la espalda contra una roca. Atrapado entre la pared de piedra y el enorme reptil, atinó a cubrirse con el escudo. Los inquebrantables dientes de la bestia resonaron al estrellarse contra el metal, estremeciendo todo el cuerpo de Heidal.
No había llegado a recuperarse del aturdimiento cuando oyó el rugido siseante del dragón. Alarmado por lo que intuyó que la bestia iba a hacer, se apretujó como pudo detrás del escudo.
La criatura exhaló su fuego, que golpeó con estrepitoso vigor sobre el metal. Heidal resistió el abrasador calor de las lenguas ígneas que sobresalían por los lados del escudo, suplicando a sus ancestros que tanto éste como su armadura pudieran resistir esa flama salida del infierno.
El eterno instante bajo las llamas terminó, y Heidal arrojó a un costado el escudo, que ardía al rojo vivo, como recién salido de la fragua. El dragón, seguro de su victoria, mordió el escudo, y lo arrojó con violencia al estanque. La pieza de metal se hundió al instante, soltando una nube de vapor sobre el agua.
Heidal aprovechó la distracción para alejarse de Dulkhal y las rocas. Sin su escudo, tomó con ambas manos la empuñadura de su espada.
—Vástago del Averno… —murmuró con desprecio.
El dragón retrocedió unos pasos, sostenido sobre sus cuatro patas. Su cabeza se balanceaba suavemente a un lado y otro, midiendo a su adversario, mirándolo fijamente con sus intimidantes ojos.
El hombre sostuvo la guardia, con su arma enhiesta y los pies firmes y algo hundidos en el lodo. Mantuvo los ojos fijos en los de Dulkhal, sin dejarse amedrentar.
El dragón dio un salto repentino, elevándose nuevamente en vuelo. Heidal observó los furiosos aleteos, con los que ganaba más y más altura. Retrocedió unos pasos, sin perderlo de vista, aunque apenas podía divisarlo como una mancha negra contra el cielo azul oscuro.
La bestia se detuvo en lo alto, y entonces los ojos del caballero se desencajaron de horror. La bestia estaba cayendo a toda velocidad, como si algo la hubiera derribado.
Pero nada la había hecho caer, más que el deseo de acabar con su vida. Con las garras y las fauces abiertas, el dragón se desplomaba sobre él, impulsado con todo el vigor de su cuerpo y la determinación de su furia.
Heidal aguardó el instante preciso, entonces dio unas rápidas zancadas en el lodo, y se arrojó de un salto tan lejos como pudo, cayendo de bruces. Una oleada de fango lo bañó de cuerpo entero.
Se incorporó tan pronto como pudo y vio al dragón semienterrado en el lodo, justo en el lugar que él había abandonado un instante atrás. La bestia lo observaba con un odio lacerante, mientras se erguía, sosteniéndose sobre sus patas traseras.
Heidal aguardó, observando los ojos de la criatura, con ese dorado hipnótico que parecía escarbar en cada rincón de su mente. Con las fauces abiertas y las amenazantes garras en alto, el dragón comenzó a acercarse.
Heidal supo que era el momento culminante de la batalla. Era su vida o la del dragón. Debía ser preciso y actuar con rapidez.
El dragón se abalanzó hacia Heidal y descargó sus garras sobre él para aplastarlo.
Pero esa fue la perdición de la bestia.
El caballero se arrojó con presteza hacia un lado, rodando y esquivando el golpe. Se incorporó con rapidez y levantó su espada por encima de su cabeza, mientras la bestia volvía su atónita mirada hacia él. Con un salto se arrojó sobre el costado del dragón, dando una estocada con todas sus fuerzas sobre la escamada piel.
El grito de dolor de la criatura estremeció todo el pantanal.
Un golpe torpe de la garra de Dulkhal arrojó a varios pasos al hombre. Observó a la bestia, que tenía la empuñadura de la espada sobresaliendo justo debajo de la garra delantera. Con inciertos movimientos de su otra garra intentaba arrancársela. Pero sus vacilantes movimientos indicaban que ya era demasiado tarde.
Retrocedía dando tropiezos, de espaldas al estanque. La hoja se le había clavado justo en el lugar donde estaba su corazón, un lugar que la precisión de Heidal supo encontrar en el exacto instante.
El caballero se incorporó para ver el deceso de la bestia. A la luz de la luna, en aquél silencioso lodazal, Dulkhal, Vigía de la Noche, se retorcía de dolor, con su cuerpo contorsionándose entre la niebla, ya sin los vanos intentos de quitarse la torturante arma clavada entre sus escamas.
Por un momento, Heidal sintió respeto y cierta veneración por la bestia, mientras la veía desplomarse y la oía lanzar su último alarido de agonía.
Con todo el peso de su cuerpo, Dulkhal cayó en el estanque, desbordándolo y bañando el claro una vez más con sus aguas.
La oleada llegó cerca de los pies del caballero, que se acercó para ver la negra silueta del dragón que se hundía, perdiéndose para siempre de su vista.
Se quedó inmóvil, hasta que la agitada superficie dejó de formar anillos, y los lirios volvieron a ser serenos náufragos sobre el estanque tachonado de luminarias.
Se volvió para marcharse, pero vio algo en el suelo, algo brillante incrustado en el lodo. Se acercó, lo recogió y lo limpió como pudo con sus guantes de cuero embarrados.
La forma ovalada era perfecta, tanto como su pulida superficie. Tres escamas de dragón, arrancadas de la piel de la bestia en el último ataque. Brillaban reflejando la luz de la luna y las estrellas como negros espejos.
Heidal pareció entonces caer en la cuenta de su victoria y comenzó a reír. Sin su escudo ni su espada, pero con la muestra de su victoria en las manos, se retiró del lodazal.

Una vez que estuvo en su hogar, depositó con sumo cuidado el trofeo que acababa de obtener. Brillantes y ya sin rastros de lodo, reposaban sobre el altar que tenían especialmente dispuesto, junto a otros trofeos obtenidos en anteriores batallas. Como cada nueva adquisición, no podía quitarle los ojos de encima, como si el esfuerzo realizado ameritara reverenciar esos objetos durante largas horas.
Pensó en la encarnizada lucha. Pocas cosas le gustaban más que aquellos objetos obtenidos en batalla, a excepción de la diversión que los mismos enfrentamientos le causaban.
Se recostó en su lecho, sin quitarle los ojos de encima a la espada y el escudo recientemente ganados.
Sus dotes histriónicas para el combate eran cada vez mejores. Rió para sí mismo recordando el gesto afligido y extenuado del caballero mientras le observaba fingiendo su muerte.
Pero el sueño comenzó a vencerle, era tiempo de dormir, tal vez un día o unas semanas. Tal vez algunos años.
Cerró los ojos, estirando su serpentina figura sobre el lecho de monedas de oro y plata, y piedras preciosas de todas clases.
Tan plácidamente como lo haría un gato sobre un edredón relleno de plumas, Dulkhal, Vigía de la Noche, se entregó con todo gusto a los placeres del sueño.


1 comentario:

  1. Hola, Gothic. Hacía tiempo que no me pasaba por aquí, así que ya venía siendo hora de que lo hiciera, aunque no se deba exactamente a una visita de cortesía. En realidad, con este comentario te comunico la concesión de un premio Liebster Award a tu blog.

    Espero que sirva para que sigas publicando tus relatos y que tus lectores podamos seguir disfrutando de tu talento creador.

    Un saludo

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